En los últimos meses, el Gobierno ha ofrecido y reclamado a los agentes sociales y partidos políticos renovar los ‘Pactos de La Moncloa’ para la reconstrucción económica y social. Las propuestas del Ejecutivo incluyen mejorar el sistema de protección social con una renta mínima, apuntalar el estado del bienestar, en especial en lo que se refiere a la sanidad pública, invertir en la lucha contra el cambio climático y en la digitalización, garantizar la revalorización de las pensiones y del salario de los funcionarios, etc. La oposición, por su parte, también ha lanzado sus propuestas, y pasan por bajar los impuestos para reanimar la actividad privada. Todas ellas requerirían un importante esfuerzo presupuestario.
Lo que no asumen ninguna de las partes es que la reforma más importante que necesita el Estado del bienestar es la que garantice su sostenibilidad. Ni más ni menos que corregir todos los desequilibrios acumulados durante los últimos años y que ahora se han multiplicado como consecuencia de la crisis del coronavirus. De lo contrario, esas vulnerabilidades podrían poner en riesgo todo el estado del bienestar, incluso antes de lo esperado.
La Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) puso esta semana negro sobre blanco la magnitud del problema. El déficit público se disparará hasta el entorno del 10% este año y la deuda subirá por encima del 120% del PIB. Una situación sin precedentes desde que existen registros modernos. La magnitud de la deuda es tan elevada que su gestión ya no depende solo de las decisiones de España, sino que también dependerá de la capacidad y la voluntad del Banco Central Europeo (BCE) de mantener los tipos de interés en mínimos.
Si el eurobanco no lo hace, los costes de financiación se multiplicarán rápidamente como consecuencia del volumen de deuda acumulado. Según las estimaciones de la AIReF, una subida de la prima de riesgo de 100 puntos básicos que se mantenga en el tiempo conllevará un coste del 1,5% del PIB en el largo plazo. Esto significa que casi se duplicará el coste de la deuda actual, con un coste de más de 20.000 millones de euros. Una cuantía que, por ejemplo, podría financiar el Ingreso Mínimo Vital que prepara la Seguridad Social multiplicado por siete. Esto significa que si España no ha perdido ya el control de su deuda pública, ese umbral no está muy lejos.
Cuando España recupere el nivel de PIB previo a la crisis del coronavirus, según la mayoría de las estimaciones no será antes de la segunda mitad de 2022, no volverá al punto de partida de déficit, sino que estará muy por encima. El motivo es que durante todo este periodo, el gasto público seguirá presionando al alza, por los intereses de la deuda, el coste creciente de las pensiones y en remuneración de asalariados o el refuerzo de la salud pública. Y todo ello, sin contar la inversión pública, que ha sido el gran ahorro durante esta crisis, pero que será necesario recuperar cuando el país comience a descapitalizarse.
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La consecuencia es que el ajuste será más urgente, además de obligatorio constitucionalmente. Este es, por tanto, el gran debate que tiene que realizar España. O, al menos, el primero, para recuperar el equilibrio y generar los recursos que se deseen para poner en marcha otras políticas. Sin embargo, a pesar de que esta tendrá que ser la prioridad, los partidos políticos lo están ignorando, tal y como lo han hecho durante los años anteriores, y se limitan a prometer presupuestos expansivos, ya sea con aumentos del gasto o reducciones de impuestos.
Durante la crisis sanitaria, las políticas expansivas son la única solución posible, ya que un presupuesto restrictivo agravaría la recesión. Pero en el medio plazo, será necesario realizar esfuerzos para reconducir la situación, y no serán baratos, porque si lo son, entonces serán solo una tirita.
Unos datos para comprender la magnitud del problema: cuando termine la crisis del coronavirus, el déficit estructural de España superará ampliamente los 30.000 millones de euros. Esta cuantía es superior a la recaudación anual del impuesto sobre sociedades y un 50% superior a toda la recaudación de los impuestos especiales (alcohol, tabaco, carburantes, etc.). Tal desequilibrio no se corrige sin esfuerzos. Es el ‘gran elefante en la sala’ que todos quieren retrasar para el futuro político de turno.
En cuanto a la deuda pública, la magnitud del problema es incluso superior. En 2021 se situará en el entorno del 120% del PIB y todavía seguirá subiendo, ya que el déficit público será superior al crecimiento del PIB si no se pone remedio antes. Esto significa que estará ya casi 30 puntos por encima del nivel de deuda que había en 2019. Para corregir esa deuda serán necesarios muchos años y un fuerte sacrificio. Para comprender la magnitud de las cifras, basta comprobar que en los años de la burbuja inmobiliaria, con el PIB y la recaudación de España dopados, se tardaron diez años en rebajar la deuda en 30 puntos del PIB. Ahora hay que hacer esa proeza sin la ayuda de una burbuja.
El milagro
Una de las opciones para que el ajuste no sea doloroso será cargarle la factura a los acreedores. Es el gran milagro en el que confían los políticos para no hacer frente a los problemas. Esta transferencia de costes no tiene por qué hacerse con impagos de deuda, basta con que los tipos de interés de la deuda en términos reales sean negativos, esto es, inferiores a la inflación. De esa forma, el precio real de esos activos se devalúa y así, se reducen las deudas.
Otra opción para reducir el endeudamiento sería un gran salto del crecimiento, como el que se ha vivido en otras épocas del pasado gracias a un ‘boom’ de productividad. Si el PIB aumenta rápidamente, la ratio de deuda sobre PIB se reducirá en unos pocos años, lo que conducirá a un equilibrio sin hacer grandes esfuerzos presupuestarios.
El problema de estos dos milagros es que la experiencia de los últimos años no apunta hacia esta dirección. Más bien ocurre lo contrario: los crecimientos potenciales de los países europeos y la inflación se han mantenido en niveles muy bajos en las últimas décadas. De ahí que confiar el futuro del estado del bienestar a este extremo no parezca muy responsable. Y menos si se tiene en cuenta que la obsesión del BCE es controlar las expectativas de inflación en niveles muy bajos y que la inversión productiva en Europa lleva años aletargada, a años luz de EEUU o China.
Será, por tanto, el momento de remangarse para negociar los ajustes. El Gobierno ha propuesto algunas subidas de impuestos que permitirán elevar la recaudación, aunque su cuantía es reducida. Medidas como el impuesto a las transacciones financieras o el de servicios digitales tienen bases imponibles reducidas, por lo que sus resultados serán moderados.
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Las grandes bases imponibles están en los salarios y el consumo de los hogares, justo donde existe la gran brecha de recaudación de España con Europa. Pero estas bases imponibles ya han sido ‘atacadas’ en los últimos años, con las subidas de los umbrales de cotización, el IVA y el IRPF.
Sin tocar estas grandes bases imponibles, será muy difícil reducir el déficit público. Pero esto requerirá meter la mano en el bolsillo de los españoles, una decisión muy delicada. La alternativa pasa por reducir el gasto público. Las propuestas para mejorar su eficiencia a través de los ‘spending reviews’ que está realizando la AIReF permitirá aliviar el gasto en un buen número de partidas, pero tampoco lograrán resolver el problema. Para empezar, serán insuficientes para asumir el gasto derivado de la renta mínima que aprobará el Gobierno en las próximas semanas.
La opción más sencilla socialmente pasa por congelar los presupuestos durante toda la fase de recuperación. Eso permitirá reducir el peso del gasto público en el PIB sin realizar recortes nominales. Sin embargo, eso supondría precarizar el estado del bienestar, lo que también tiene un elevado coste político.
Para asumirlo será necesario que se conformen grandes acuerdos nacionales, como solicita el Gobierno. Pero el relato de estos pactos también tiene que ser transparente: ocultar que van a ser necesarios importantes ajustes en el futuro conllevará desilusiones en la sociedad, lo que creará un entorno favorable al oportunismo político. Atajar ese escenario con un discurso realista es ahora la gran responsabilidad de los partidos políticos. Porque el elefante no se irá de la sala sin el esfuerzo común.