Renta mínima, impuesto a los ricos, precios máximos e intervención en determinados mercados, protección absoluta contra los desahucios… Nunca se sabrá qué habría conseguido Podemos sin la crisis del Covid-19. Pero lo que sí está claro es que los de Pablo Iglesias están aprovechando la ocasión para imponer algunas de las medidas más polémicas de su programa. De hecho, si hacemos un repaso a lo anunciado en las últimas semanas, da la sensación de que el sector Podemos marca el paso del Gobierno, al menos en el aspecto económico (también es verdad que muchas de estas medidas por ahora son sólo un anuncio, efectivo de cara a la opinión pública, pero sin concreción normativa).

Esta semana, le tocaba el turno al impuesto sobre la Riqueza. Tal y como explicaba Mariano Alonso en Libre Mercado el pasado martes, la idea es crear una nueva figura tributaria, que sustituya al Impuesto de Patrimonio y que elimine también una de las características que menos gustan a la izquierda de este tributo: la posibilidad de que las regiones lo bonifiquen, introduciendo así algo de competencia fiscal entre las autonomías.

La propuesta tiene, desde la lógica de Podemos, todo el sentido del mundo y es una forma de meterle el dedo en el ojo a su compañero de coalición (el sector PSOE del Gobierno, encabezado por las ministras de Economía y Hacienda no parece entusiasmado con la propuesta). Este tipo de tributos suelen contar con cierta aceptación entre el votante medio; sobre todo, pero no sólo, en los partidos de izquierdas. Aquí, por ejemplo, una encuesta citada por The Hill en la que se asegura que la mayoría de los estadounidenses, hasta un 74%, y con mayoría de los votantes de ambos partidos, apoyan la idea: aunque también es verdad que los niveles a los que comenzaría a pagarse el impuesto en EEUU serían mucho más elevados que los que plantea el partido morado (por ejemplo, la candidata demócrata Elizabeth Warren proponía un impuesto del 2% para aquellos patrimonios que superasen los 50 millones de dólares y un 3% para los que superasen los 1.000 millones).

En el caso de Podemos, los tipos que manejan los de Iglesias son:

  • 2% para patrimonios netos a partir de 1.000.000 de euros (siempre con una exención de 400.000 euros para la primera vivienda)
  • 2,5% a partir de 10.000.000 de euros
  • 3% a partir de 50 millones de euros
  • 3,5% a partir de 100 millones de euros

De hecho, ese apoyo popular nace de estas cantidades: en primer lugar, el votante medio intuye que a él esto «no le toca» porque las cifras parecen muy elevadas; además, un 2-3% tampoco parecen tipos como para asustar (acostumbrados a los tipos del 40-45% del IRPF); y lo más fácil es pensar que alguien que tiene 100 millones de euros tampoco sufrirá mucho por perder un 3-4% de su patrimonio cada año. Por eso, Podemos repite que el grueso de la recaudación del nuevo tributo recaerá en unos 1.000 contribuyentes, los más ricos entre los ricos. Y por eso al PSOE le costará, aunque sólo sea de cara a la opinión pública, rechazar de plano la propuesta.

En realidad, según las estadísticas del Impuesto de Patrimonio para el año 2017, en España había al menos 60.000 personas con un patrimonio superior al millón y medio de euros: 53.245 con patrimonios entre 1,5 y 6 millones; 6.481 con un patrimonio de entre 6 y 30 millones; y 611 personas con un patrimonio superior. Probablemente, a finales de 2019, la cifra fuera superior: en primer lugar porque habían pasado dos años de crecimiento económico y subidas en algunos mercados bursátiles (no en todos); y, además, porque Madrid mantiene la obligación de presentar Patrimonio sólo para los contribuyentes que superen los 2 millones de euros (está bonificado al 100%, pero hay que presentar la declaración en ese caso), por lo que puede intuirse que hay unos cuantos miles más que superan ese millón que fija Podemos como mínimo para su nuevo tributo.

Del dicho al hecho

Aunque es cierto que el debate sobre los impuestos a los ricos (o a los ultra-ricos, como se ha planteado en EEUU) está bastante de moda en los últimos años, una figura tributaria con este diseño sería algo único entre los países occidentales. De hecho, en la Unión Europea el Impuesto de Patrimonio ha ido desapareciendo y sólo se aplica ahora mismo en Francia, Italia, Holanda y España (cada uno, con sus peculiaridades). Es cierto que hay otros estados que gravan la riqueza a través del Impuesto de Sucesiones, con tributos similares al IBI o impuestos específicos sobre determinados bienes; pero también lo es que ninguno de estos impuestos es tan elevado como el que plantea Podemos (o el que proponían Elizabeth Warren y Bernie Sanders en EEUU).

Además, hay una cuestión muy importante: en los países avanzados con impuestos a la riqueza que aportan más recaudación sobre el PIB (el mejor ejemplo podría ser Suiza y aquí los que recaudan, en realidad, son los cantones), normalmente esto va unido a una imposición mucho más reducida sobre la renta y sobre los rendimientos del capital. La propuesta de Podemos no marcha precisamente en esta dirección: lo que quieren los de Iglesias es subir tanto la tributación al trabajo y al ahorro (renta, sociedades, cotizaciones) como la que recae sobre el patrimonio.

Que no haya ningún otro país que tenga este impuesto no es un argumento ni a favor ni en contra. Si la medida es positiva, ser el primero en tomarla puede convertirte en el pionero de un cambio de tendencia. Pero en este caso hablamos de un tributo que sí existía y que casi todos los estados fueron, poco a poco, eliminando de sus sistemas tributarios por su escasa capacidad recaudatoria, por las distorsiones que introduce y porque implica una doble imposición sobre bienes ya gravados. Aquí, por ejemplo, la Tax Foundation realiza un informe sobre las propuestas de Warren y Sanders: por un lado, la recaudación prevista sería mucho menor a la prometida por los candidatos demócratas (según los estudios que citan, el diferencial de recaudación es de entre un 50-90% menos que las promesas de los políticos demócratas); por el otro, este tributo tendría un impacto negativo en el crecimiento de alrededor del 0,4% del PIB norteamericano.

Además, cobrar un Impuesto de Patrimonio por parte de un solo país supone un incentivo perfecto para que escapen del país las principales fortunas. A nadie se le escapa que la mayoría de los ricos no tienen ya su patrimonio en forma de viviendas u otros bienes inmuebles; por lo tanto, nada más sencillo para ellos, si se crea esta figura, que cambiar su domicilio fiscal dentro de la UE hacia jurisdicciones más amables. Es el enorme trecho que hay del dicho de imponer un impuesto a la riqueza al hecho de cobrar realmente lo que se pretende (Podemos habla de 11.000 millones, cuatro veces que la cuota del actual impuesto, incluso si incluimos la parte bonificada de Madrid).

Tampoco hay que irse muy lejos para comprobar cómo funciona esta fuga de millonarios: en España, el patrimonio neto medio declarado de los contribuyentes madrileños obligados a presentar este impuesto asciende a 9,6 millones de euros, frente a los apenas 3 millones de media nacional (o los 2,2 millones en Cataluña). Parece claro que la mayoría de los ricos nacionales han desplazado su domicilio fiscal a Madrid para escapar de las garras del fisco de su región de origen. No hay que ser muy imaginativo para intuir que algo parecido pasaría a nivel nacional si Podemos lograse su objetivo.

Y dos apuntes importantes al respecto: en primer lugar, España es un país con un nivel de desigualdad de la riqueza (no así en renta) mucho más reducido de Europa, en parte porque las clases medias han ahorrado en sus viviendas. Y, en segundo lugar, la acumulación patrimonial tiene mucho que ver con la edad: se habla de «ricos» cuando, en realidad, muchas de esas personas con un elevado patrimonio son simplemente clases medidas-altas que han ido acumulando ahorro a lo largo de muchas décadas de trabajo.

Los problemas

Este hecho (la fuga de ricos) ilustra el principal, pero no único, problema que enfrentan este tipo de tributos sobre la riqueza. Los siguientes son sólo algunos más, tanto en términos prácticos (recaudación) como filosóficos (de justicia retributiva y equilibrio del sistema fiscal):

– Se penaliza a aquellos contribuyentes que tienen su patrimonio en bienes inmuebles (que, por definición, no se pueden llevar al extranjero) frente a aquellos con un patrimonio similar que sí pueden desplazarse con ellos fuera de nuestras fronteras.

– El rico que se marcha al extranjero, y cambia de domicilio escapando al tributo, no sólo se lleva en la mudanza su patrimonio, sino también su renta, el IVA de los bienes que consume, quizás hasta la sede social de la empresa que posee (o que fundará en el futuro). El Impuesto de Patrimonio es un empujón a los contribuyentes que más aportan a las arcas públicas para que se vayan del país y puede terminar siendo negativo en términos netos para Hacienda: lo poco que recaudas con el nuevo tributo lo pierdes en otros impuestos que esos ricos dejan de pagar.

– ¿Cómo mides la riqueza? Ésta puede parecer una pregunta trivial, pero es clave. ¿Cuánto vale una casa? ¿Y unas acciones? ¿Tomas el precio más alto (el que tenían los inmuebles en el momento del pico de la burbuja en 2007)? ¿Actualizas a precio de mercado cada año? Esto último parecería lo más justo, pero es muy complicado de poner en práctica.

El problema es que puedes estar cobrando un impuesto por una riqueza que nunca se materializará: imaginemos un contribuyente con un par de viviendas que el fisco valora en 2 millones de euros o con acciones en empresas por una cantidad similar. Durante años paga un impuesto sobre el patrimonio muy elevado pero, cuando las vende (si es un momento bajo de mercado, como el actual), no alcanza esa cifra. Habría estado pagando por una imputación patrimonial que no era real. ¿Se le devuelve lo abonado?

– Y todo esto por no hablar de la riqueza en forma de activos financieros. Por ejemplo, las participaciones accionariales en empresas (cotizadas o no), ¿serían objeto del nuevo impuesto? Suponemos que sí. Ahora mismo, existe una exención en el Impuesto de Patrimonio para las participaciones en sociedades propiedad del contribuyente (hay que tener más de 5% del capital y ejercer funciones de dirección de la misma), con el objetivo de proteger las empresas familiares. Pero esta exención deja fuera infinidad de supuestos.

Cobrar un impuesto a la riqueza, en los niveles que plantea Podemos, podría generar situaciones muy anómalas. Imaginemos el fundador de una empresa que sólo tiene como patrimonio las acciones de la compañía que fundó (retiene el 51% del capital). Es rico sobre el papel (la empresa se ha revalorizado y su capitalización bursátil es de 100 millones) pero en realidad todo lo tiene invertido en la compañía. Sus ingresos llegan de lo que cobra como directivo y de los dividendos anuales. Según el esquema planteado por Podemos (si no se excluyen estos supuestos), para abonar el nuevo tributo, este contribuyente debería vender el 2-3% de sus participaciones cada año, pagar por las elevadas ganancias obtenidas en estos activos (tendría que pasar por caja también en el IRPF, aunque su intención no era vender las acciones en ningún momento) y perder la posición dominante que tenía en su compañía: y todo esto, sólo para cumplir con Hacienda.

Incluso podría pensarse que un impuesto como éste desincentivará la salida al mercado y la búsqueda de inversores externos por parte de las nuevas empresas exitosas: mientras está en poder del propietario original, la medición de su valor es más compleja; si acude a buscar capitales, tiene que ponerle un precio y se sitúa en el punto de mira de Hacienda (esto sería terrible para los nuevos proyectos empresariales, que perderían oportunidades de crecimiento, pero sería una consecuencia lógica del nuevo tributo).

– El epígrafe anterior sirve para ilustrar una idea que no siempre se tiene en cuenta en el debate público sobre estos tributos: aunque un 2-3-4% pueda parecer una cifra muy reducida, no hablamos de renta, sino de patrimonio. Sustraer esos porcentajes lamina la riqueza en unos pocos años y puede ser muy lesivo para el contribuyente, sobre todo si hablamos de riqueza que no genera rentas (pensemos en el propietario que tiene 2-3 viviendas que no alquila y emplea para su uso personal). Un 3% al año puede acabar con casi el 50% del patrimonio acumulado en poco más de una década.

El ejemplo clásico para explicar este punto es el de alguien con un importante patrimonio inmobiliario pero con rentas no muy elevadas (anciano que vive en el centro de Madrid o Barcelona y tiene otra vivienda en la playa o el pueblo): el esfuerzo que supondría para esta persona un impuesto del 2-3% al año sería enorme. De hecho, lo más normal es que tuviera que deshacerse de estos bienes sólo para pagar el tributo.

Y eso sin contar con el añadido de una posible pérdida patrimonial derivada de una caída en el valor de los activos como la que comentábamos anteriormente y que se sumaría al efecto explicado en el párrafo anterior. Porque, además, esta caída en el valor de determinados activos sería una realidad desde el minuto 1 de la aprobación del impuesto: los bienes inmuebles pasarían a valer menos de un día para otro, porque su rentabilidad esperada sería menor por el mero hecho de que hubiera un tributo como éste.

– Habrá quien diga que la mayoría de los ricos no tienen el dinero ahí guardado, sino que lo invierten y obtienen rentas del mismo. Por eso, cobrar un 2-3-4% de Impuesto de Patrimonio, en realidad sería otra forma de tributar por esa rentabilidad. Pues bien, en este argumento es donde más palpable es el impacto de esta clase de tributos.

Ahora mismo, con los tipos de interés actuales, un inversor conservador que tenga el grueso de su cartera en renta fija (por ejemplo, una persona con 70 años que quiere complementar la pensión con las rentas de lo ahorrado durante toda su vida) no tiene sencillo sacar más de un 1-2% al año (de hecho, esos niveles son hasta optimistas). Imaginemos alguien con un patrimonio de 2 millones, que obtiene un 1% de rentabilidad por sus depósitos, pero debe pagar un 2% según la propuesta de Podemos: cada año gana 20.000 euros pero al mismo tiempo debe a Hacienda ¡40.000 euros! El tipo efectivo sobre esta renta es del 200%.

– ¿De verdad pagarían «los ricos»? Otro aspecto discutible es quiénes estarían sujetos a este impuesto. Podemos habla de «los ricos» y sitúa la frontera en el millón de euros (1,4 millones si aceptamos que casi todos tendrán una vivienda en propiedad). ¿De verdad encajan los contribuyentes con ese patrimonio en la caricatura que se dibuja cuando se habla de este tipo de tributos? Muchas familias de clase media-alta que hayan acumulado un pequeño patrimonio a lo largo de las décadas (por ejemplo, han comprado 3-4 viviendas para alquilarlas y obtener unas rentas) tendrían que pagar el nuevo impuesto.

En este sentido, Hacienda tiene una estadística muy interesante: la base imponible en IRPF de los declarantes del Impuesto sobre el Patrimonio. Pues bien, la base imponible media en el IRPF de estos contribuyentes asciende en España a 134.480 euros. Sólo en Madrid la cifra se dispara (aquí la base imponible en IRPF asciende a 400.000 euros), pero es porque los ricos se han concentrado en la región, como explicábamos antes. Y sí, ganar 135.000 euros al año es mucho, pero está alejadísimo de esa imagen del multimillonario que Podemos vende al electorado.

No sólo eso: aunque es cierto (e inevitable) que los grandes patrimonios pagan mucho más de media que los de 1,5-2 millones de euros, el grueso de la recaudación del actual Impuesto de Patrimonio (e incluimos la parte de Madrid, que no se paga por estar bonificada) llega de los contribuyentes que tienen entre 1,5 y 6 millones de euros y de los que tienen entre 6 y 30 millones: dos terceras partes del total son de estos elevados patrimonios, no de los ultra-millonarios que más se citan en las noticias.

Incentivos

En realidad, todo lo apuntado hasta ahora simplemente sirve como ejemplo del principal pero de este tipo de tributos: los incentivos que plantean. Y no hablamos del incentivo de cambiar de residencia (que también).

Todos nosotros, cuando obtenemos una renta, tenemos dos opciones: consumir o ahorrar. Y sí, parte de cualquier renta extra la destinamos al consumo, porque para eso vivimos, para ir satisfaciendo nuestras necesidades y deseos. Pero hay parte de la renta que destinamos al ahorro-inversión, bien sea para poner en marcha proyectos empresariales que también forman parte de nuestros objetivos vitales, bien sea para asegurarnos el consumo futuro.

Además, este ahorro-inversión es la base de la prosperidad de las sociedades. Los países ricos se construyen sobre estos cimientos: un ahorrador pospone su consumo ahora y, con ese dinero, alguien comienza a construir una estructura de capital que dará sus frutos en el futuro. Cuando eso ocurre, el ahorrador recibe lo que le corresponde y puede consumir. Y el inversor, que apostó a que la nueva empresa tendría beneficios, recoge los frutos por haberse sabido anticipar a los deseos de los consumidores. En buena parte, las economías modernas se basan en estructuras de capital cada vez más complejas y en las que se tarda más tiempo desde que se pone en marcha el proceso de ahorro-inversión hasta que se recogen los frutos con bienes de consumo a disposición del público (pensemos, por ejemplo, en los años que llevamos escuchando hablar del coche autónomo y cuánto tiempo más pasará hasta que sea una realidad en nuestras calles). Aunque durante las crisis se pone mucho énfasis en el consumo, no hay que olvidar que sin un ahorro acumulado no tendríamos esos bienes de los que disfrutar (el capitalismo se llama «capitalismo» por algo).

Pues bien, los impuestos al patrimonio van dirigidos directamente contra ese ahorro. Un par de ejemplos que explican este punto:

– Imaginemos dos amigos que fundan una empresa, la hacen crecer y la venden, lo que les reporta 5 millones de euros cada uno (supongamos que esta cifra es neta, una vez pagado lo que corresponda a Hacienda).

El primer amigo piensa que sólo se vive una vez y decide gastárselo todo: vuelta al mundo, coche nuevo, fiestas… El segundo, lo ahorra para la jubilación: también gastará ese dinero, pero quiere retrasar en el tiempo ese consumo. Y con un añadido: lo normal es que ese segundo amigo invierta el premio porque quiera obtener un rendimiento (compre acciones de alguna empresa, bonos del Estado,…). Esa inversión será el capital que algún otro usará para esos proyectos empresariales de los que hablábamos antes. Es decir, no es dinero inactivo (como a veces se intuye escuchando a nuestros políticos), sino inversión que impulsa la estructura productiva.

Lo que hace un impuesto a la riqueza es castigar al que es previsor frente al despilfarrador: el mensaje que nos manda es «consume todo hoy, porque lo que guardes será penalizado por Hacienda». Como vemos en este ejemplo, el impuesto no penaliza la obtención de riqueza (los dos amigos ganan lo mismo), lo que penaliza, en realidad, es diferir el consumo (ahorrar, invertir…).

Alguien podría pensar que el primer amigo pagará impuestos al consumo cuando se compre su deportivo y el segundo amigo, no. Pero esto ignora que el segundo amigo también quiere consumir, pero ahorra para poder distribuir de forma más equilibrada ese consumo a lo largo de su vida. Lo que el impuesto hace es castigar esa forma de consumo frente a la del que se lo pule todo en unos meses.

– Otro ejemplo: dos hermanos que reciben una herencia de medio millón de euros. Tienen dos opciones, invertirlos en un activo ultra-seguro pero que no genera muchos rendimientos (deuda pública de algún país rico) o en un proyecto empresarial (ya sea en bolsa o a través de otros instrumentos) más arriesgado pero que también tiene una expectativa de beneficios más elevadas ¿Qué te propone que hagas un impuesto a la riqueza? Claramente, el mensaje es que el proyecto de más riesgo (y mayor tasa de retorno, para el inversor y para la sociedad) está penalizado. Si te sale mal, pierdes; si te sale bien, una parte importante del retorno se la lleva Hacienda.

Incentivar unos riesgos excesivos, como se hizo por parte de los bancos centrales en los años previos a la crisis de 2007-08, no es bueno, acaba generando burbujas y crisis. Pero castigar al que hace una apuesta inversora-empresarial tampoco lo es y acaba teniendo efectos muy dañinos sobre la estructura productiva de un país. Al final, éste es el principal peligro del Impuesto a la riqueza que propone Podemos: descapitalizaría España, tanto de su riqueza actual (que se iría a otros lugares, siempre que pudiera), como de la futura (que no se crearía porque no los inversores sabrían que no podrían disfrutar de la misma).

Fuente: https://www.libremercado.com/2020-05-16/los-grandes-peligros-del-impuesto-a-la-riqueza-de-podemos-1276657813/