Una de las peores noticias de la semana ha pasado casi desapercibida. Este viernes, el primer ministro de Singapur, Lee Hsien Loong, anunciaba que su país impondrá restricciones de movimiento: la ciudad-estado asiática cierra sus colegios y los trabajos no esenciales durante un mes; no hay un confinamiento total de la población, pero sí un endurecimiento muy importante de las medidas tomadas hasta ahora.
Habrá quien piense que no es más que otro país que tiene que asumir la nueva realidad que impone el Coronavirus. Pero es que Singapur no es otro país. Hablamos de uno de los lugares que se ponía de ejemplo de cómo tenían que hacerse las cosas: fue de los primeros (o el primero, en realidad) que impuso restricciones a los viajeros que llegaban de China, sobre todo de las zonas más afectadas; también ha sido uno de los países que mejor ha aplicado la política de rastreo-testeo-aislamiento de los afectados y de sus contactos. El resultado ha sido un número de contagios en relación a su población mucho menor que en otros lugares, pocas muertes y la posibilidad de mantener una vida económica y social relativamente normal durante estas semanas.
Pues bien, ya no. Es cierto que la eficacia de la que hablamos les ha permitido tomar estas medidas con un número muy bajo de contagiados (algo más de 1.000 casos para una población de unos 5,6 millones de habitantes) y fallecidos (5). Y también es verdad que su objetivo es, precisamente, contener la expansión del virus para no tener un escenario a la europea. Por eso, hace unos días ya se había decretado el cierre de bares, restaurantes y otros lugares de ocio; ahora, llega el turno de las escuelas y los trabajos no esenciales.
Pero lo que nos dice el caso de Singapur es que la salida a esta crisis, tanto en el aspecto sanitario como en el económico, será muy complicada. Hablamos de un país pequeño, con uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo, que comenzó muy pronto a tomar medidas contra la epidemia y que ha sabido aplicar bien esas medidas. Pues bien, incluso así, tres meses después de los primeros casos, tiene que endurecer las restricciones porque ha detectado un incremento de los contagiados, sobre todo por parte de personas que lo han importado desde el exterior. Y, por cierto, con temperaturas que rondan, en esta época del año, los 30-32°C.
En resumen, lo que esta noticia nos indica (de lo que nos alerta, en realidad) es que hasta que se encuentre una cura o una vacuna para el Coronavirus, va a ser complicado volver a la normalidad. Cualquier relajación en las medidas, nos devolverá un nuevo repunte de contagiados. E incluso las regiones que sean más exitosas en el control de la enfermedad, se verán obligadas a mantener estrictos protocolos para con los viajeros que lleguen de otros lugares del mundo para que no se reproduzcan los focos. Desde el punto de vista económico, esto será un drama en cualquier lugar del planeta. Pero mucho más en España, el país, junto con Italia, más afectado por la pandemia y que, además, tiene en el turismo su principal fuente de ingresos.
¿Economía o salud?
En este punto, lo primero que hay que recordar es que en las últimas semanas se ha planteado un debate que es bastante falso, aquel que contrapone economía y salud. Y decimos que es falso en las dos direcciones: por un lado, porque esto no va de elegir entre crecimiento o salvar vidas como si fueran alternativas excluyentes. Entre otras cosas, porque un menor crecimiento también tendrá consecuencias sanitarias. Es decir, un planteamiento del tipo «estoy dispuesto a renunciar al 10% del PIB a cambio de reducir el número de muertes que provoque el Covid-19» tiene un problema. Y es que olvida el número de muertes que causará esa reducción del 10% del PIB: muertes indirectas, si se quiere, pero igual de reales que las derivadas de la pandemia (desde los fallecidos en accidente en una carretera, que no se reparó porque no había dinero, a los que enfermen por una mala alimentación o los que no puedan ser tratados de su enfermedad porque no había presupuesto para ello).
Eso sí, cuando decimos que el debate economía-salud es falso, también lo hacemos porque no tiene sentido decir «sigamos con nuestra vida como si nada pasara»: porque pasa y porque la actividad económica se verá muy tocada, con o sin aislamiento obligatorio, mientras el consumidor intuya que salir a tomar una cerveza puede tener como consecuencia que se vea contagiado de la enfermedad. El colapso económico llega en parte de las medidas de los gobiernos, que decretan que nos quedemos en casa; pero sin esas medidas, muchos lo haríamos igual (o parecido) por miedo o precaución.
Por eso, lo que se necesita es un debate sereno, de pros y contras de cada opción. En este sentido, hace unos días conocíamos el manifiesto «Contra el confinamiento de la población», impulsado por Juan José R. Calaza (economista y matemático), Andrés Fernández Díaz (catedrático emérito de Política Económica de la UAM), Joaquín Leguina (estadístico superior del Estado) y Guillermo de la Dehesa (economista del Estado) (aquí el Manifiesto y aquí la columna que Cristina Losada le dedicó en Libertad Digital). Es una iniciativa interesante porque se hace preguntas incómodas y ofrece respuestas a contracorriente. Los autores se plantean si tienen sentido las actuales medidas cuando no está nada claro que se pueda poner fin a las mismas sin que se reproduzcan los contagios. O, lo que es lo mismo: ¿es lógico paralizar el país dos meses para evitar que la enfermedad se extienda… cuando eso mismo ocurrirá cuando, por pura necesidad, tengas que levantar la cuarentena? ¿Estamos haciendo un enorme daño a la economía del país sin tener datos fiables de contagiados, letalidad, personas asintomáticas, etc.?
Cuidado, esto no significa no hacer nada. Es cierto que las medidas de distanciamiento social se han demostrado eficaces a la hora de contener la propagación de la epidemia. Y la cuarentena empieza a dar señales de que funciona en Italia (el primer país europeo que la impuso de forma masiva). Esto es una evidencia: si encierras a la gente en casa, reduces la tasa de expansión del virus. La clave es durante cuánto tiempo, a qué coste y con qué estrategia de salida para cuando termine esa cuarentena.
Porque aquí podría plantearse una estrategia intermedia, que salve la economía, aunque se combine con restricciones a muy corto plazo:
1. Cierre total (o casi) de la economía durante unas semanas. Con fecha de inicio y fin muy acotadas y conocidas por todos (no este continuo alargamiento de quince en quince días que estamos viviendo en España). Por ejemplo, anunciar que la cuarentena durará del 15 de marzo al 15 de abril (como ya vamos tarde, quizás ahora sería más bien para todo el mes que ahora comenzamos).
2. Dedicar todos los recursos del Estado a ampliar su capacidad de respuesta sanitaria y ensanchar los cuellos de botella del sistema: camas UCI, respiradores, personal, equipos de protección, mascarillas y guantes para todos los ciudadanos, etc… (aquí, Daoiz Velarde explica con detalle cuáles serían las necesidades más acuciantes al respecto y hace un cálculo aproximado del coste para las arcas públicas).
Por supuesto, entre esos recursos del Estado debería estar en los primeros puestos la colaboración con las empresas privadas, que tienen el conocimiento y la experiencia para hacer muchas de las tareas que ahora son tan necesarias: desde la logística (comprar y traer material del extranjero) a los procesos productivos (transformar una planta de componentes automovilísticos en una fábrica de piezas de ventiladores). También aquí se echa en falta más imaginación por parte de muchos gobiernos y una mirada menos sectaria sobre el papel de los empresarios.
3. Una vez superada esa fase de aislamiento-preparación, vuelta a la normalidad en todo aquello que sea posible. Quizás con límites para los grupos de población de más riesgo, a los que habría que ayudar a mantener ese confinamiento. Pero sin que eso suponga confinar al 90% de los trabajadores en sus casas.
Y sí, lo lógico es que mascarillas y guantes pasen a ser parte de nuestra vida cotidiana. Pero una cosa es que vayamos todos por la calle con la cara tapada y otra que la actividad económica se paralice. Aquí, de nuevo, sería muy interesante un análisis de costes-beneficios realista y también se echa en falta más información y explicaciones claras a los ciudadanos.
Además, en lo que hace referencia a mascarillas, guantes y otras medidas de protección de la población, hablamos de otro tema en el que el Gobierno ha estado mandando mensajes contradictorios y en el que ahora parece que acepta las predicciones de aquellos que antes alertaron de la crisis y a los que se llamaba catastrofistas hasta hace dos días. Y también es un aspecto del problema en el que España da la sensación de que llega tarde: ni hay suficientes mascarillas ni se están ofreciendo pautas claras a la población sobre su uso, si es posible su reutilización, si las mascarillas que muchos ciudadanos se están haciendo en sus casas tienen unas mínimas garantías, etc…
La estadística y los modelos
Por todo lo dicho hasta ahora, en cualquier estrategia que se decida, uno de los primeros puestos de la lista de necesidades debería ocuparlo la estadística. Tenemos que saber cuál es el número real de contagiados-asintomáticos-ingresados-ingresados UCI-fallecidos. Sin eso, es imposible diseñar ninguna política, ni sanitaria ni económica, que merezca tal nombre. Y se está haciendo muy poco al respecto. Por ejemplo, si entre el 5 y el 10% de los afectados por la enfermedad necesitan respiración asistida: en España, con una población de 47 millones, hablaríamos de 2,3-4,7 millones de personas. No todos se van a poner enfermos a la vez, pero con que lo haga un pequeño porcentaje, la capacidad del sistema se lleva al límite. Eso es lo que estamos viendo en las últimas semanas y por eso es tan importante resolver esos cuellos de botella. El problema es que conseguir, a base de cuarentenas, que el número de enfermos graves (que requieren hospitalización y respiración asistida) se sitúe en niveles más manejables y acordes a la capacidad de nuestro sistema hospitalario nos obligaría a estar encerrados durante meses (incluso años, como apunta aquí Juan Ramón Rallo). Algo insostenible para cualquier economía.
Es cierto que hablamos de modelos y suposiciones. Y que, además, muchos de ellos parten de datos muy poco fiables: desde el número de asintomáticos a la capacidad de estos de transmitir la enfermedad. Pero casi todos son muy alarmistas en las consecuencias económicas. Por ejemplo, aquí un informe del American Enterprise Institute mide cuánto tendrían que durar las medidas de aislamiento en EEUU: el cálculo se realiza en función de la eficacia de estas medidas a la hora de reducir el R0 (el ya famoso número reproductivo básico, que indica cuántos casos nuevos genera cada contagiado).
Según estos cálculos, si las medidas logran reducir el R0 a 1, sería necesario mantenerlas en vigor de 7 a 8 meses (30-34 semanas) para conseguir que el número de nuevos casos fuera controlable para las autoridades sanitarias (es decir, que pudieran tratarse esos nuevos casos pero también trazarse, para evitar que hubiera nuevos focos fuera de control); si hablamos de un R0 de 0,7, se reduce mucho el tiempo de aplicación de las medidas, pero incluso así hablaríamos de 11-12 semanas; si el R0 que se consigue es de 0,5 (muy optimista), entonces sería necesario mantenerlas en vigor unas 7-8 semanas. Además, este informe asegura que cualquier relajación de las medidas antes de seis semanas no serviría de nada y la enfermedad volvería a expandirse con las mismas tasas que en la actualidad. ¿Podemos permitírnoslo? ¿Cuánto costaría? ¿Cómo de efectivas son las medidas actuales? Éstas son las preguntas clave y casi nadie, al menos en el Gobierno, parece que se las está haciendo (o no lo están explicando a la opinión pública).
Las lecciones de Say
En cualquier caso, sea cual sea el modelo sobre la epidemia y su propagación, lo que sí debemos tener claro es que hace ya más de dos siglos que Jean-Baptiste Say nos explicó que «un producto terminado ofrece, desde ese preciso instante, un mercado a otros productos por todo el monto de su valor». En ocasiones se ha resumido con ese latiguillo que nos dice que la «oferta crea su propia demanda» (una frase muy incomprendida). Al economista francés le faltó en su genial intuición una mirada al futuro (es decir, no es sólo la oferta presente la que genera su demanda, sino también la capacidad de producir bienes en un futuro previsible lo que te permite consumir ahora mismo), pero en el fondo su razonamiento era tan cierto a comienzos del siglo XIX como lo es ahora: si queremos consumir, es necesario que produzcamos bienes que los demás demanden. Y cuando decimos «consumir», nos referimos a todo tipo de bienes: desde el material que necesitan nuestros médicos para curarnos a las comodidades de las que disfrutamos en nuestros hogares. Nada de eso ha caído o caerá del cielo: dependerá de nuestra capacidad de generar riqueza.
Más allá del debate sobre hasta dónde deben alcanzar las ayudas del Gobierno o el empujón de gasto keynesiano que muchos economistas piden como solución a la crisis, hay que asumir que éste no deja de ser un recurso limitado y con fecha de caducidad. La capacidad de gasto y endeudamiento de los países también dependerá de si son capaces de salir de esta crisis salvando, en la medida de lo posible, su estructura productiva: nadie prestará a un Estado que no tenga empresas y trabajadores que sean capaces de generar riqueza (entre otras cosas, porque esa riqueza será la que generará impuestos que pagarán esa deuda).
Dicho todo esto, terminamos con un apunte de optimismo (quizás inconsciente, pero… quizás en estos momentos la esperanza y la confianza en el ser humano sean lo mejor a lo que agarrarnos): el Covid-19 llegó de forma inesperada, pero también podría marcharse por la puerta de la misma manera. No será sencillo, eso es cierto. Pero imaginemos que mañana uno de esos cientos de laboratorios que están buscando una cura para la enfermedad anuncia que ha encontrado una combinación de medicamentos que eliminan el virus del organismo en una semana para el 95% de los contagiados (y de ese 5%, sólo un 10-15% necesita hospitalización). De un plumazo, todos estos cálculos, análisis y predicciones dejarían de ser útiles. A lo mejor, hasta nos podríamos olvidar de las mascarillas. A partir de ese momento, el objetivo principal pasaría a ser la producción masiva de esos medicamentos y optimizar la respuesta para ese 5% que necesita un tratamiento extra. ¿Imposible? Hasta que no se descubra, lo parecerá. Y quizás no se logre y tengamos que esperar los 10-12 meses que, como mínimo, nos dicen que durará el desarrollo de una vacuna. La clave reside en saber cómo estaremos, con cuántas heridas en el tejido productivo, cuando eso ocurra. La posición de España, también en este campo, no es especialmente alentadora.