Es raro que tu barrio se viralice, sobre todo cuando la razón por la que lo hace es por su absoluta normalidad dentro del panorama urbano español. Ha ocurrido esta semana con Villafontana en —han adivinado— Móstoles, protagonista de un breve vídeo en Tik Tok que, Twitter mediante, ha circulado junto a un mensaje equivalente a «esto es lo que pasa cuando los guiris descubren España» antes de desaparecer como lágrima en la lluvia. Vamos, que lo han borrado.

Da igual quién es exactamente el autor, que dejaremos en un simpático futbolista. Lo llamativo está en la posibilidad de ver con los ojos de un extraño esa realidad que a mis ojos es tan natural como el sol saliendo por el este o el paso de las estaciones.

«Hay 5459 autobuses». Y aparece la Blasa, el autobús interurbano, hilo umbilical del vecino del extrarradio con la capital.

«Dentistas por todas partes». En una ciudad cada vez más envejecida, los piños son la mina de oro de la sanidad privada.

«Montones de peluquerías». ¿Hay acaso mejor signo de la prosperidad urbana que la peluquería, el menor de los lujos posibles donde en las últimas décadas se han constituido pequeñas comunidades femeninas?

Hay un principio que une bares, peluquerías y autobuses urbanos: una densidad urbana ideal

«Casas de apuestas a su servicio». UmmmEl lado oscuro de la peluquería.

«EL CHINO». La base de la pirámide alimenticia del botellonero adolescente, litronero veinteañero, comedor de pipas treintañero y atareado cuarentón que no ha conseguido volver a casa antes de que cierre el súper.

«Cafeterías por todas partes». Porque la cafetería es el bar de la clase media.

La pregunta del millón de dólares es ¿qué tiene un barrio al azar de Móstoles para fascinar a un adolescente estadounidense? Vale que puede ser impresionable, pero, ¿qué ve él que no vemos nosotros? Mi hipótesis es que hay una única respuesta que une todo ello, un principio configurador de la ciudad española irrepetible: su densidad urbana.

Un barrio cualquiera de una ciudad cualquiera. (CC/Daniel Lobo)

Un barrio cualquiera de una ciudad cualquiera. (CC/Daniel Lobo)

O, dicho de otra forma, hay tal cantidad de vecinos por metro cuadrado como para poder tirar una piedra y romper con seguridad el cristal de un pequeño comercio. Una proporción áurea del mostoleño.

A la convivencia mediante el urbanismo

El término «densidad Goldilocks» («ricitos de oro») se puso de moda hace unos años gracias a un artículo en ‘The Guardian’ en el que el arquitecto y profesor de diseño Lloyd Alter daba dicho nombre a las ciudades «lo suficientemente densas como para albergar calles principales con servicios y tiendas para las necesidades de los vecinos, pero no tan altas como para que la gente no pueda subir por las escaleras en un momento de apuro».

En ciudades como las españolas «hay cafeterías en los bajos comerciales y puedes sentarte sin que te lleven por delante»

«Lo suficientemente densas como para soportar infraestructuras para bicicletas y automóviles, pero no lo suficiente como para necesitar metros y grandes aparcamientos subterráneos», proseguía. «Lo suficientemente densas como para construir un sentimiento de comunidad, pero no tanto como para que la gente caiga en el anonimato». Llámenme loco, pero a mí me suena a Móstoles o a cualquier otro de los tantos de miles de municipios españoles que crecieron durante los años sesenta y setenta. Incluso la mayor parte de los barrios de Madrid o Barcelona podrían encajar en dicha descripción.

Es habitual que las ciudades españolas sean utilizadas como ejemplo de densidad perfecta. El propio Alter hablaba del Eixample barcelonés y sus 36.000 habitantes por kilómetro cuadrado como muestra de esos lugares donde «hay cafeterías en los bajos y puedes sentarte en la calle sin que te lleven por delante». A diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos y su laxo aprovechamiento del espacio, mucha gente puede vivir en poco espacio sin necesidad de hacinarse. Es una herencia histórica. Las calles europeas se construyeron mucho antes de que existiesen los automóviles, por lo que la medida era la del peatón, no la del SUV. Pisos pequeños, calles estrechas, comunidades a la fuerza.

La densidad indeseable. (Reuters/Susana Vera)

La densidad indeseable. (Reuters/Susana Vera)

Pero no es necesariamente el caso del que hablamos, el de la ciudad mediana-grande donde vive la mayor parte de la población española, la que absorbió la emigración del campo a la ciudad del tardofranquismo. Esta sí nació en la era del automóvil, pero no heredó la cuadrícula de la vieja ciudad europea, sino que inventó otra de avenidas más amplias, con al menos dos carriles, edificios de construcción vertical y alta densidad habitacional. La calle Laurel de Logroño, el epicentro del tapeo, mola porque está todo a dos pasos. Pues eso, pero a nivel nacional.

La tormenta perfecta para parir barrios donde proliferaban los comercios y los servicios, un ‘boom’ de demanda favorecido por que cada calle fuese un pequeño pueblo que necesitaba su bar, peluquería y dentista, o banco o garito o, sobre todo, colegio y centro de salud, una de las grandes victorias sociales de los años 70. Algo que se resume bien en la frase que mi madre solía repetir a su familia madrileña durante los años 90: «Ya no tenemos que ir a Madrid para nada, lo tenemos todo en Móstoles».

Las capitales de provincia que absorben la migración de los pueblos son lo suficientemente densas para garantizar la accesibilidad

Cualquiera que haya visitado una ciudad estadounidense probablemente habrá vivido aquello de pensar «¡qué cerca está esto, a dos manzanas!» para darse cuenta de que las dos manzanas son unos 30 minutos andando. Ciudades pensadas para conducirse, no para pasearse. El milagro español que tanto fascina es, por lo tanto, haber conservado sus comunidades juntitas, piel con piel, gracias a las torres de 10 plantas como en la que me crie, un minipueblo de 150 habitantes en apenas unos metros cuadrados. Algo que, además, contribuye a reforzar la seguridad en las calles.

La decadencia de los pueblos españoles puede explicarse por esa densidad cada vez más baja que provoca que en tantos pueblos no se disponga de servicios (farmacia, colegios, ocio) o se trasladen a un pueblo vecino. Si las capitales de provincia no están sufriendo por ahora este vaciado se debe a que en ellas sí hay una densidad suficiente como para garantizar una accesibilidad y lazos comunitarios cada vez más difíciles de encontrar en los pequeños pueblos.

De ahí que la España del PAU viva tan desencantada, como conté recientemente en una visita a los nuevos barrios de Móstoles, esos que en busca de una vida lejos del mundanal ruido —dicho de otra forma, del denso piel con piel de los barrios viejos— se encontraron con un aislamiento sin servicios, donde es fácil deslizarse hacia el anonimato. Cuatro carriles, en lugar de dos, para llegar más rápido al lejano colegio. Normal que la vida ahí sea mucho más solitaria. Lo seguirá siendo aunque se construyan centros comerciales, la Estrella de la Muerte de los barrios Goldilocks.

Yo, por mi parte, estoy deseando volver esta Navidad a Villafontana, tras haber entendido por qué salir del centro de Madrid ‘cool’ y refugiarse en el antediluviano paraíso de mercerías, chinos y bares Los Amigos resulta tan reconfortante, cómodo, acogedor. No eran las cañas, las tapas, el colegueo o conocer al dependiente de la tienda de turno desde la infancia. Era la densidad, idiota.

 

Fuente: https://blogs.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/mitologias/2019-12-15/paella-sol-razon-extranjeros-espana-densidad_2376744/