El otro día tuve un sueño extraño. Estaba solo en mi casa, y de repente sufría un infarto. No podía hablar ni moverme, y por alguna razón nadie venía a socorrerme. El piso de arriba, recordaba en mi agonía, era de alquiler turístico. También los de al lado. Incluido el de abajo. Estaba solo en el desierto de mi hogar, así que, absolutamente indefenso, escuchaba cómo los visitantes iban y venían, celebraban fiestas, comían y cenaban, hacían el amor, se reían, lloraban, discutían en miles de idiomas, golpeaban accidentalmente las paredes sin saber qué estaba ocurriendo detrás y, en resumidas cuentas, seguían con sus vidas sin que yo pudiese hacer nada. En mitad de ese trasiego infinito, me sentía como el protagonista de ‘Soy leyenda‘. O el de ‘Johnny cogió su fusil‘.
El despertar fue tranquilizador. Pensé que, simplemente, me había sentado mal ver ‘A Ghost Story‘, ‘Madre!‘ y ‘La semilla del diablo’ en muy poco tiempo y había sufrido un empacho de mal rollo vecinal. No obstante, a medida que pasaban las horas, comencé a sentir cierta inquietud. Me estaba empezando a dar cuenta de que era completamente posible que, de hecho, alguien hubiese fallecido en el piso de al lado y yo no lo supiese. Quizá uno de esos ancianos con los que me cruzo en la entrada y que no vuelvo a ver nunca, alguien sin familia ni amigos o cuyos conocidos, simplemente, no le echarían en falta. En realidad, me di cuenta, no tengo ni idea de quién vive en el piso de al lado. Y sospecho que tampoco la mayoría de vecinos.
Su cadáver fue encontrado cuatro años después, al intentar desahuciarlo. Cuando no tienes a nadie, tan solo se acuerdan de ti los bancos
La fuente de mi desasosiego no era una película, sino una noticia que había leído hacía unos días. Como informaba ‘El Mundo‘, la pasada semana se encontró el cuerpo de Agustín, un hombre que falleció en su casa de San Blas en otoño de 2013. Habían pasado cuatro años cuando lo descubrieron. La ironía era triple. Por una parte, sus vecinos y amigos sabían que estaba enfermo, pero nadie pidió que inspeccionasen su piso. Por otra, al parecer, tenía exmujer y una hija. Por último, y más importante, fue encontrado después de que se presentase en su casa una comisión judicial para desahuciarlo. Cuando no tienes a nadie, tan solo se acuerdan de ti los bancos y tus acreedores. Es la paradoja máxima de la epidemia de soledad que se avecina: tan solo una deuda puede llegar a salvarte la vida.
La paradoja de Lavapiés o cómo ayudé a destruir el barrio donde nació mi abuelo
Es una de las expresiones más macabras de una realidad invisible: la de las personas que se extinguen en sus propios hogares sin que nadie se preocupe por ellos. La Federación de Amigos de los Mayores recordó hace un par de años que un millón y medio de ancianos viven solos en España. Alrededor de 140.000 de ellos lo hacen solo en Madrid. En Barcelona, el 11,5% de sus habitantes tienen más de 75 años y una tercera parte están solos. La mayoría, por cierto, son mujeres. Por supuesto, gracias al envejecimiento de la población, el numero se disparará. No se trata tan solo de ancianos, ni mucho menos; Agustín tenía 53 años. Según los últimos datos del el INE, casi dos millones de mayores de 65 (1.933.300) viven solos. Pero 2.705.100 de los menores de 65 tampoco están acompañados.
El final del vecindario
Que alguien falleciese y no fuese encontrado hasta un lustro después era prácticamente impensable hace tan solo unas décadas. En un pueblo donde todo el mundo se conocía, más pronto que tarde alguien habría reparado en que hacía mucho que no se veía a Pepe o a Juana. El mero hecho de vivir con las puertas abiertas, de cara a la calle y juntándose en la plaza, favorecía que fuese mucho más rápido identificar una emergencia. Aunque uno pueda estar de acuerdo con el refrán de «pueblo pequeño, infierno grande», en este caso la cercanía o, por qué no, el cotilleo, podía salvarte la vida. Incluso la vigilancia malintencionada podía convertirse, por lo tanto, en una forma de cuidado informal y positivo.
Hace unos meses llamé a varios pisos para resolver un problema administrativo. Nadie me abrió, y empecé a pensar que quizá yo habría hecho igual
Haciendo un poco de sociología cotidiana, se puede trazar una continuidad entre estas redes del mundo rural y las que se creaban en las ciudades y barrios emergentes que recibían la migración de los pueblos de toda España. Aun con sus diferencias, el ‘boom’ urbano de los años 50 y 60 era una síntesis entre la convivencia de los pueblos y la familiaridad de corralas y patios interiores, donde los vecinos podían verse las caras con tan solo salir a tender o con asomarse a la ventana. No hay que perder de vista el importante papel político y social que tuvieron las asociaciones de vecinos durante el tardofranquismo y la primera democracia, antes de que comenzasen a diluirse durante los años 80.
Yo mismo conozco a la mayoría de los vecinos de la casa de mis padres, donde me crié, pero no con los que convivo hoy. El piso de mis progenitores está en una de esas torres de ciudad dormitorio donde podían llegar a juntarse unas 300 personas en 40 pisos, como si de una microsociedad —o un pueblo vertical— se tratase. Ahora, cuatro décadas después de que abriese sus puertas, sus vecinos, que se conocen entre sí, están envejeciendo juntos y compartiendo sus primeros achaques. Sospecho que esto no habría sido posible si el ‘hall’ del edificio no hubiese sido tan grande o si no hubiesen disfrutado de grandes espacios compartidos (pistas de deporte, bancos, jardines). Zonas que, poco a poco, se han ido cerrando. Cuando era pequeño, estas zonas comunes estaban abiertas a todos, pero se vallaron a mitad de los 90. Otro signo más de nuestro progresivo encerramiento.
Es fácil señalar a la explosión del alquiler como uno de los principales culpables de esta situación. Pero se debe más bien a esa sensación cada vez más común de estar continuamente de paso. Hace unos meses, tuvimos que buscar ayuda entre los vecinos del céntrico bloque madrileño donde vivo para resolver una duda administrativa; nos dimos por vencidos después de que nadie nos abriese la puerta. La gran pregunta es si nosotros habríamos hecho lo mismo en caso de que un vecino hubiese llamado a nuestro timbre. Hay, además,una queja habitual entre los vecinos de los nuevos barrios de la periferia, los PAU (Programa de Actuación Urbanística) que, por ahora, parecen ciudades fantasma de hormigón y grandes avenidas: no tienen vida.
¿Y ahora qué hacemos?
Durante los últimos años ha resurgido la conciencia de barrio, en parte como respuesta a la gentrificación, pero también a otras tendencias paralelas, como el crecimiento de la población dependiente, el aumento del precio de la vivienda o el debilitamiento del Estado de bienestar. Uno de los proyectos más célebres a este respecto es La Escalera, que pone en contacto a vecinos para compartir necesidades y ofrecimientos como «te riego las plantas», «te invito a un café» o «te subo la compra». Como explicaba su impulsora y coordinadora, Rosa Jiménez, «cuando yo era pequeña, le subía la compra a dos hermanas mayores que vivían en el tercero. Ellas me invitaban a merendar viendo la tele, que en mi casa no había». Cuesta imaginar algo así hoy, no porque todo el mundo tenga tele, sino porque parecemos estar educados para desconfiar de los demás.
En las primeras ciudades dormitorio aún existía una confianza heredada de los pueblos y los barrios que hacía que sus habitantes se cuidasen mutuamente
El Ayuntamiento de Madrid también ha puesto en marcha un programa de Prevención de la Soledad No Deseada, seguramente de cara a la devastadora Navidad. Entre sus objetivos se encuentra promover en el barrio una red de apoyo informal que ayude a identificar y combatir situaciones de soledad no deseada y aislamiento social, facilitar la vinculación de las personas que se sienten solas con la red social del barrio y coordinar y visibilizar recursos y proyectos. Es un esfuerzo loable, aunque me cuesta sacudirme de encima la sensación de que es como nadar contra la corriente, de intentar revertir un proceso que fuerzas más poderosas (económicas, arquitectónicas, políticas) empujan en dirección opuesta.
Me lo contaba hace poco mi colega Víctor, que estuvo viviendo durante unos meses en Japón, de donde salió echando pestes. «La gran enfermedad que viene es la soledad», me recordaba. Para él, el país nipón estaba marcando la pauta. Se trata de una cultura en la que el aislamiento está casi institucionalizado, entre ‘hikikomoris‘ y pisos-armario en los que uno puede atrincherarse, lejos de todo. Desde luego, muy lejos del otro ‘hikikomori’ que se encuentra a apenas dos metros, al otro lado del muro. Y, cuidado, porque como todo, esto también puede convertirse en un rentable negocio, entre compra de amigos, parejas holográficas y otras maneras de no estar solo (pero tampoco acompañado).
Mi abuelo vivió con nosotros durante sus últimos años. Como no podía caminar, pasaba gran parte del año en la terraza, observando la calle. Solía quejarse de que parecía una ciudad muerta, de que apenas pasaba gente. Claro, él se había criado en una corrala de Lavapiés, en el epicentro de uno de los barrios más bulliciosos, y no podía terminar de entender que las calles de Móstoles no estaban hechas para pasear. Sin embargo, aunque apenas saliese de casa, los vecinos le conocían, le querían y me preguntaban por él cuando me veían. Si hacía falta echar una mano, la echaban. El gran riesgo que corremos es que, más pronto que tarde, incluso esa confianza desaparezca. La canción de Burt Bacharach decía que «una casa no es un hogar cuando estamos separados», y Love matizaban que una casa tampoco era «un motel«. Sin embargo, los hogares cada vez se parecen más a esto último.