Salgo del metro de Manuela Malasaña y lo que antes era campo, ahora son viviendas de protección oficial. No esa Malasaña de bares de viejos para pijos y galerías que venden aire a precio de oro. Me refiero a la Malasaña de Móstoles, hace 15 años un páramo en mitad de la nada y que hoy es un minipueblo que ha acogido a jóvenes recién independizados e inmigrantes. Casi nadie se refiere a ella por ese nombre. Es el PAU, que aunque evoque a Gasol, en realidad revela el origen modesto del barrio: Programa de Actuación Urbanística. Un barrio a las afueras de esa afuera que es Móstoles.
Por algún designio arquitectónico que desconozco, el PAU es como uno de esos edificios de los suburbios londinenses que salen en las pelis de chavs ingleses, pero sin chavs. Por no haber, no hay ni mostoleños. La piscina está tapada, los columpios vacíos y los apartamentos parecen macroataúdes en un cementerio que se extiende ante un descampado que, si cruzásemos, llegaríamos a aquel templo bakala que era la Fabrik. Al PAU se acaba de mudar un amigo que agradece que haya gastado más de una hora en el metro para llegar a su casa. Lo he escrito alguna vez: ya se sabe que Móstoles está mucho más lejos de Madrid que Madrid de Móstoles.
El «hoy no salgo porque no me apetece» encubre el «no salgo porque no tengo con quién». Nos duele reconocer que estamos más solos de lo que parece
Entre cortezas y cervezas, me cuenta que está contento por haberse independizado —matiz: por tercera vez—, pero que no está siendo fácil. A la periferia de la periferia nadie quiere ir, así que es él el que se desplaza continuamente. Primer problema: trabaja desde casa, así que siente que el ritmo de su vida va al revés que el del resto. Él quiere salir de esas cuatro paredes cuando los asalariados desean llegar cuanto antes a casa a descansar. Segundo problema: ha pasado un año trabajando fuera de España, y a la vuelta se ha encontrado con que sus amigos —nosotros— le respondemos con evasivas. Su compañero de piso no pasa mucho por casa así que, básicamente, puede pasar días sin hablar con casi nadie.
Su biografía no tiene nada de especial ni su carácter es extraño. Ni es el único. A lo largo del último año, me he cruzado con bastantes personas que pertenecen a una amplia generación —generosamente, de los 25 a los 45 años— y que experimentan en mayor o menor grado una soledad inesperada. Es el «hoy no salgo porque no me apetece» que en realidad encubre el «no salgo porque no tengo con quién». Se suele hablar (tampoco demasiado) de la soledad de los ancianos, y quizá esta derivada tan solo sea la antesala de lo que nos espera en una sociedad en la que la salida del hogar familiar conduce a una diáspora vital marcada por relaciones (amorosas y amistosas) temporales, fragmentadas y que pueden desaparecer en cualquier momento.
La teoría española del amor
Un resbalón y te quedas solo. Hay distintos factores que quizá expliquen esta situación. La precariedad, que obliga a adoptar horarios cada vez más exóticos fuera del tradicional de oficina. Las largas jornadas laborales. El autoempleo, que atomiza a los trabajadores o, como mucho, los reúne en centros de ‘coworking’ donde cada día cambian las caras. La diáspora urbana por los precios de la vivienda, que obligan a abandonar el barrio o el pueblo de siempre y probar sitio en lugares donde no se conoce a nadie. La migración a las ciudades para encontrar empleo, que obliga a romper los lazos con los orígenes.
Algunos de estos factores aparecen recogidos en el último estudio sobre Pobreza Juvenil del Consejo de la Juventud de España, que recuerda que los jóvenes son también población en riesgo: su tasa de temporalidad casi se sale del cuadro. Otros parecen más coyunturales, y no sé si son una cuestión generacional o histórica. Algunas de las personas de las que hablo han dado el paso en los últimos años, cuando la supuesta recuperación económica se lo ha permitido (la media de edad de independencia en España es de 29,3 años), quizá para verse abocados a una nueva inestabilidad donde las certezas del mundo laboral y el personal se desvanecen.
Un documental que se puso de moda hacer un par de años, ‘La teoría sueca del amor’, contaba cómo el triunfo del eficientísimo Estado de bienestar escandinavo había fragmentado las relaciones personales. Uno de cada tres ancianos muere solo, la tasa de suicidios es una de las más altas de Europa y la mayoría de la gente vive sola. Lo que la película ponía de manifiesto es que la autonomía del individuo, la posibilidad de vivir, trabajar e incluso disfrutar sin ayuda de nadie, había provocado una epidemia de soledad. Y no olvidemos que el suicidio es la principal causa de muerte juvenil: como señalaba Diana Díaz, la directora del servicio de auxilio telefónico de la Fundación Anar, la mayoría de los jóvenes que les llaman se sienten solos. Es posible que en España haya ocurrido algo semejante: la recuperación económica ha dado para disfrutar de un poco más de independencia, pero no para mejorar de verdad nuestra calidad de vida.
Uno de los aislamientos más peligrosos es el de las parejas que rompen lazos con los demás. Están tan solas que únicamente se tienen el uno al otro
Así dicho, puede sonar a que la solución se encuentra en la familia o la pareja, que eran las instituciones que antiguamente se daban paso la una a la otra y evitaban que la persona cayese en ese vacío de los 20 a los 30. Lo dudo. La soledad moderna es más insidiosa y puede experimentarse en cualquier lugar, incluso rodeado de gente; de hecho, una de las razones más habituales por las que estos jóvenes se sienten solos es porque la relación con sus padres no es buena. Ni hablemos del amor y de las soledades metafísicas que puede llegar a producir. Uno de los aislamientos más peligrosos es el de las parejas que rompen lazos con los demás, conformándose con su presencia mutua. Están tan solas que únicamente se tienen el uno al otro.
Querías anonimato, tienes olvido
Yo también lo he hecho, yo también he utilizado el término «epidemia» para referirse a esta acumulación de soledades. A uno de los pocos a los que aparentemente no les parece bien es al sociólogo Eric Klinenberg. En ‘The New York Times‘, argumentaba que, a pesar de la disolución de viejas instituciones que creaban lazos sociales como las organizaciones vecinales, los sindicatos o las parroquias, en realidad casi ningún dato corroboraba esta tendencia. El pánico, argumentaba el director del Instituto de Conocimiento Público de la Universidad de Nueva York, es mal consejero para atajar problemas.
Pero que la gente se sienta sola si no lo está más que en otras épocas nos dice mucho acerca de la naturaleza de nuestras relaciones sociales. Las nuevas formas de comunicación nos han facilitado el derecho a sentirnos completamente solos mientras mantenemos conversaciones con veinte personas diferentes repartidas por todo el planeta. Uno puede sentirse así en un concierto, rodeado de miles de personas; en el trabajo, cuando los superiores que te han dando órdenes durante años ni siquiera recuerdan tu nombre; en el metro, lleno de personas tan solas como tú. Amamos el anonimato pero tenemos que soportar su efecto secundario, el olvido.
Vuelvo al metro del PAU, acompañado por mi amigo, y admiramos los edificios que rodean la boca del metro. Me confiesa que la primera vez que llegó a su nueva casa, le sacó una foto, así que saco el móvil del bolsillo y le muestro la que yo he hecho lo mismo antes de quedar con él. No sé qué hay en esos edificios en forma de panal de abejas que resulta tan hipnótico. Quizá son tan fantasmagóricos como esas fábricas abandonadas que forman parte esencial del imaginario de la era postindustrial, otro de los grandes iconos de las contradicciones del capitalismo tardío, casas pensadas para vivir donde parece que no habita nadie. Antes de despedirme, le prometo que volveré pronto. Una semana más tarde, me pregunta si quiero quedar. Le doy largas, la periferia de la periferia está muy lejos y yo me siento demasiado solo.