sta es una historia con suspense intencionado pero estrictamente verídica. El libro del que la extraje es, a su vez, fruto de una investigación minuciosa que acumuló una rica documentación rigurosamente comprobada, y lleva la firma de un estudioso de reconocido prestigio académico. Todavía no desvelo su clave para no ser acusado de spoiler. Dice así:
El preso [cuyo nombre omito por ahora para no dar pistas] regresó a la penitenciaría [ídem] para iniciar el cumplimiento de su leve condena en condiciones más parecidas a las de un hotel que a las de una cárcel. Las ventanas de la habitación grande y confortablemente amueblada de la primera planta que pasó a ocupar le brindaban una amplia panorámica de un atractivo paisaje campestre. (…) Podía relajarse con un periódico en un cómodo sillón de mimbre de espaldas a una corona de laurel que le habían regalado sus admiradores, o sentado a una gran mesa examinando los montones de cartas que recibía. Sus carceleros, algunos de los cuales le saludaban con un «¡Viva!», le trataban con el mayor respeto y le otorgaban todos los privilegios posibles. Llegaban continuamente regalos, flores, cartas de apoyo, encomio y alabanza. Recibía más visitantes de los que podía atender, unos 500 antes de que se viese obligado a limitar el acceso. Le adulaban unos cuarenta compañeros de cárcel, algunos de ellos internos voluntarios, que podían disfrutar de casi todas las comodidades de la vida normal. Se enteró por la prensa de la manifestación del 23 de abril para celebrar su cumpleaños (cumplía 35).
Hasta aquí llegamos. Es imposible continuar la transcripción sin desvelar la identidad del preso privilegiado y la ubicación de la cárcel. La acción no transcurre ahora, el preso no es un supremacista catalán y la prisión no es la de Lledoners ni la de Soto del Real, aunque lo parezca por las atenciones en ella dispensadas. El juicio se celebró en marzo de 1924 y la cárcel se hallaba en Landsberg, Baviera. Los carceleros no gritaban «¡Viva!» sino «¡Heil Hitler!», porque el recluso era precisamente Adolf Hitler. Y fue en ese cómodo alojamiento donde disfrutó tanto del tiempo necesario para planificar el futuro como de los materiales indispensables para escribir el primer tomo de su infame Mein Kampf(Mi lucha).
Perversidad intrínseca
El libro del que extraje la información que utilizo aquí es el enciclopédico Hitler, de Ian Kershaw, Península, 2002. Todo parecido con hechos y personajes de actualidad en España es producto de la perversidad intrínseca del nacionalismo totalitario.
Hitler fue detenido el 14 de noviembre de 1923, seis días después de que fracasara el putsch de la cervecería de Munich, un intento de golpe de Estado que él encabezó junto al general Erich von Ludendorff, héroe de la Primera Guerra Mundial. En la noche del 8 de noviembre los conjurados nazis tomaron como rehenes a las tres autoridades de Baviera que estaban presidiendo un mitin en una cervecería. El objetivo era formar un Gobierno de «unión nacional» que organizaría una marcha sobre Berlín para acabar con la República de Weimar. Los rehenes, que pertenecían a otra ala de la ultraderecha nacionalista, simularon sumarse al golpe, pero luego huyeron, alertaron a la policía y el ejército, y la chapuza terminó en pocas horas. No sin que antes se produjera un tiroteo en el que murieron 14 golpistas y 4 policías.
La mayoría de los conspiradores fueron encarcelados, con las excepciones de Von Ludendorff, por su edad y sus condecoraciones, y de Hermann Göring quien, con la deslealtad típica de los cobardes de todos los tiempos, cruzó la frontera y huyó a Austria. Hitler permaneció escondido hasta la fecha de su arresto.
Espectáculo proselitista
A diferencia de lo que ocurre en España, donde el tribunal que juzga a los golpistas cuida celosamente el cumplimiento de las garantías y la imparcialidad propias del Estado de Derecho, el magistrado que juzgó a Hitler y sus cómplices no ocultó su afinidad con la ideología de los reos. Sin embargo, en el caso español esas garantías e imparcialidad, y en el alemán la afinidad, facilitaron que los acusados montaran un espectáculo proselitista en las audiencias. Aquí la televisión lo mostró en la comparecencia estelar de Oriol Junqueras, quien recitó la apología del delito que le imputan, sin obstáculos y sin responder -¡vaya chulo!- a los fiscales y la acusación particular. En el caso de Hitler sucedió lo mismo, como cuenta Kershaw:
Se le permitió convertir la sala del juicio en un escenario para su propaganda, y aceptó la plena responsabilidad de lo que había sucedido, no limitándose a justificar sino glorificando su papel en el intento de derrocar el estado de Weimar.
(…)
A Hitler, entretanto, se le dio la libertad de disponer de la sala del juicio. Un periodista que asistió a él lo describió como «un carnaval político«. (…) A Hitler se le permitió comparecer en juicio vestido con su traje, no con ropa de preso, luciendo su cruz de hierro de primera clase. (….) Se informó al juez Neidhardt en términos inequívocos durante el juicio de la «embarazosa impresión» que había causado el hecho de que se hubiese permitido a Hitler hablar durante cuatro horas. Su única réplica fue que había sido imposible interrumpir su torrente de palabras.
El tribunal condenó a Adolf Hitler a cinco años de cárcel, de los cuales solo cumplió nueve meses que, como hemos visto, pasó en condiciones de privilegio, cultivando su odio y escribiendo su compendio de irracionalidades mortíferas, donde se detectan las semillas venenosas de todos los supremacismos identitarios hoy rampantes, incluidos el vasco y el catalán.
Juristas atolondrados
Kershaw llega a la conclusión de que el fiasco del putsch de la cervecería le enseñó a Hitler que:
Cualquier intento de tomar el poder con la oposición de las fuerzas armadas estaba condenado al fracaso. Se sentía confirmado en su creencia de que la propaganda y la movilización de las masas, no el golpismo paramilitar, serían lo que despejaría el camino de la «revolución nacional».
Todavía hay algunos juristas atolondrados y un cortejo de tontos útiles que discuten cuál es el grado de violencia que se necesita para imputar el delito de rebelión. Propaganda y movilización de las masas es la fórmula que aplican sistemáticamente para rebelarse quienes han asimilado, dentro del variopinto movimiento supremacista, las enseñanzas de los estrategas del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán o Partido Nazi. En su lenguaje falaz, los que simulan ser pragmáticos maquillan la fórmula prometiendo «ampliar la base social» (Oriol Junqueras dixit) o «poner la democracia por encima de la ley» (Ada Colau dixit). Aberración esta última que mereció, sin tardanza, el correctivo ejemplar de Felipe VI, firme en su papel de defensor del orden constitucional.
Será bueno que todo esto lo tengan en cuenta, cuando dicten sentencia, quienes están juzgando, con luz y taquígrafos, a los protagonistas de la retrógrada carlistada racista, antiespañola y antieuropea.
Recuerda Kershaw que Stefan Zweig escribió: «En este año de 1923 desaparecieron las cruces gamadas y los guardias de asalto y el nombre de Adolf Hitler casi se hundió en el olvido. Nadie pensaba en él ya como un candidato posible en términos de poder».
Cuidado, pues, con las amnistías, los indultos y las clemencias oportunistas que podrían abrir las puertas al retorno de los totalitarios incorregibles. Puertas que el 28-A se cerrarán herméticamente con la llave 155.
PS: Juzgo imposible que en la anacrónica Amer, modelada por «el pastelero loco» Carles Puigdemont, no haya -como había clandestinamente en ciudades similares de la Alemania de Hitler, la URSS de Stalin, la China de Mao y la Cuba de Castro- un puñado de ciudadanos liberales, cultos, que incluso en la España de Franco leían a Ortega, Madariaga, Machado y Ridruejo, y eran amantes de las artes y las ciencias del resto del mundo. Ciudadanos forzados a ocultar sus inclinaciones cosmopolitas por miedo a la delación, antes en todo el territorio y ahora en la Cataluña profunda. Me duele pensar que esos compatriotas, despojados encubierta y arbitrariamente de los derechos constitucionales de los que deberían disfrutar como todos los españoles, y expulsados a los márgenes de su comunidad, se vieron obligados a espiar desde atrás de las celosías de sus viviendas a Inés Arrimadas y sus compañeros parlamentarios de Cs cuando estos visitaron Amer, porque si hubiesen salido a recibirlos con hospitalidad catalana se habrían convertido en parias, víctimas de la estulticia y la intolerancia tribal de la mayoría de sus vecinos nacionalistas. Como en el escenario de la novela Patria.
Lógicamente, la panfletista Pilar Rahola felicitó a estos disciplinados custodios de la rancia pureza identitaria («Hacer un Amer», LV, 19/2), amenazada por los que el racista consuetudinario Quim Torra calificó de «forasteros». ¿La aversión de estos inquisidores a quienes no comulgan con sus fobias es instintiva o la aprendieron estudiando el Mein Kampf?